domingo, 25 de abril de 2010

Morir dignamente

Artículo tomado del blog Compostela, la entrevista original está aquí.
Entrevista (La Vanguardia 10.04), a Julio Gómez, médico especialista en cuidados paliativos:
Si yo fuese un enfermo terminal, ¿qué haría usted?
—Ayudarte a vivir bien hasta el último minuto.

—¿Cómo puedo vivir bien sabiendo que voy a morir?
—Si aceptas lo inevitable y yo te palío lo evitable, vivirás bien hasta el final, con dignidad.

—¿Qué es lo evitable?
—El dolor total.

—¿Qué es el dolor total?
—Una suma de dolor físico, dolor psíquico, dolor social y dolor espiritual. Paliémoslos: en eso consisten los cuidados paliativos.

—¿Desde cuándo la medicina los ofrece?
—En España, sólo desde los años 80. Antes, el médico veía a la muerte como enemiga: si no podía curar, el médico se sentía fracasado. “No hay nada que hacer”, sentenciaba, y abandonaba al enfermo a su suerte. Lo desahuciaba. El médico está entendiendo que, más allá de curar, puede cuidar al enfermo desde el diagnóstico hasta la muerte. Lo dice el filósofo Francesc Torralba: “Hay enfermos incurables, pero ninguno incuidable”.

—¿Cómo me paliarán el dolor físico?
—Hay analgésicos idóneos, hay morfina.

—Si la morfina merma mis facultades, ¿me compensaría usarla de todos modos?
—Te preguntaría siempre antes. Hoy podemos dosificar la morfina de modo que palíe tu dolor físico con el mínimo embotamiento cognitivo. El otro día reduje la dosis a un enfermo porque vi que había alcanzado una serenidad natural que lo permitía.

—¿El estado psíquico determina el físico?
—Sí. El dolor psíquico – angustia, ansiedad, tristeza, ira, miedo…- alimenta el sufrimiento, sensibiliza, incrementa el dolor total.

—¿Y cómo se palía ese dolor psíquico?
-Acompañando al enfermo, permitiendo que se permita expresar rabia, tristeza… ¡Sólo así podrá llegar a aceptar su situación! Ese enfermo quiso hablar con familiares, expuso deseos, se reconcilió consigo mismo…

—Me hablaba de dolor social: ¿qué es?
—El derivado de perder tus roles sociales anteriores, a causa de tu enfermedad.

—¿Cómo puede paliarse ese dolor?
—Un enfermo entendió lo mucho que podía enseñar a sus hijos (o nietos) con su actitud ante la enfermedad y la muerte: ganó para sí un rol social, ¡y un rol muy importante!

—¿Sí?
—Solemos encubrir la muerte. Error. Si de niños vemos al abuelo muerto, ¡sufriremos menos mañana ante la muerte! Los niños aceptan la muerte como natural: ¿por qué inocularles temores, perjudicándoles?

—Me citaba el dolor espiritual: ¿qué es?
—Es el del sentido: “¿por qué?”, “¿por qué yo?”, “¿para qué nacer, para qué vivir?”, “¿para qué todo?”, “¿qué pinto yo aquí?”, “¿dónde está Dios?”. El enfermo terminal se hace estas preguntas, busca un sentido…

—¿Y cómo le ayuda usted ahí?
—Acompañándole en las preguntas: al menos, siempre nos quedarán las preguntas.

 —No sé si es mucho consuelo…
—Nada alivia más a un paciente avanzado que comprobar que su médico no se escaquea.

—¿Es más fácil el final para el creyente?
—Morimos como hemos vivido: uno enfrenta de cara las cosas, otro escurre el bulto…

—Diga algo al terminal que nos lea.
—No es que mientras hay vida, hay esperanza, sino que mientras hay esperanza, hay vida. Hay mucho que hacer, desde aplacar tu dolor hasta estar consciente, o ver una película con alguien, compartir una comida, conversar… ¡Te queda seguir vivo hasta el final!

—Cíteme un caso.
-A un hombre le preparé para disfrutar de la cena de Fin de Año con sus seres queridos. Luego murió con todos alrededor de su cama, dándole la mano: ¡ver esa foto es emocionante! ¿Puede haber mejor muerte?

—¿Mejor en casa que en el hospital?
—Donde prefiera: disponemos de medios y recursos para que sea en casa, si se desea.

—¿Ha acompañado a alguien querido?
—Mi hija murió con tres años y ocho meses. Nacida con grave discapacidad, estaba hipercapacitada para generar cambios alrededor: despertó la ternura en mí, eso me hizo mejor médico. Yo la cuidé, ella me doctoró.

—¿Hay dolor mayor que ese?
—Quizá no. Tratar a un enfermo terminal es siempre tratar a la vez a sus familiares, a sus cuidadores, para evitar que le transmitan sus angustias. Y otra asignatura pendiente de la medicina actual es el duelo: la mitad de los duelos deriva en alguna patología.

—¿Hubiese usted ayudado a morir al tetrapléjico Sampedro?
—Yo ayudo a vivir al que va a morir, no a morir al que puede vivir. Sampedro no quiso, quiso suicidarse: no era un caso para mí.

—¿Acaso no es la medicina paliativa una eutanasia (“buena muerte”)?
—Los enfermos dicen: “¡Yo no quiero vivir así!”. Bien, cambiemos el “así”, ¡y entonces el 99% quiere seguir viviendo! Con más recursos en medicina paliativa, el debate sobre la eutanasia devendría residual.

—Una dosis muy alta de morfina ¿mata?
—Le sedará, disminuirá sus constantes: moriría usted igual, pero así será más plácido.

—¿Aprende usted algo de sus pacientes?
—Sí: el valor de expresar las emociones, el valor de reconciliarse, el valor de cinco minutos… ¡Ellos son mis maestros! Lo que aprendo de ellos me capacitará un día para aprobar mi propio examen final.

—¿Cómo enfrentará usted su final?
—¡Intentaré que la muerte me encuentre bien vivo!

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Paliar, cuidar

Su hija estaba muerta. Dejó que su hermanito Ander, de seis años, la viera. El niño lloró y, mirándole a él, le dijo: “Tú no lloras porque eres médico, ¿verdad?”. Y Julio Gómez rompió a llorar: aprendió que tenía derecho. Hoy es referente en medicina paliativa: bajo la dirección del veterano Xavier Gómez-Batiste, Julio lidera uno – hospital San Juan de Dios de Santurce-de los treinta equipos del programa de la Obra Social La Caixa – 11 millones de euros- para la atención integral de personas con enfermedades avanzadas. De 384.000 personas que fallecen al año en España, 150.000 necesitan esos cuidados, y sólo 40.000 los recibían: disminuyen así sus niveles de ansiedad, depresión e insomnio.

miércoles, 7 de abril de 2010

El Papa y el escándalo de la pedofilia

Este artículo es de Joaquín Navarro-Valls, traducción del original italiano publicado en el periódico italiano la La Repubblica, traducido por Juan José García-Noblejas en su blog. Le da un repasito al tema que tan enconadamente ha tomado la prensa de todo color (especialmente el amarillo). No digo más, leanlo con suficiente calma:

En las dos últimas semanas los medios han llenado el espacio público con la dolorosa y destructiva realidad de los casos criminales de pedofilia.

La acusación se ha ido levantando progresivamente como consecuencia de una serie de revelaciones provenientes de diversos países europeos, tocantes a casos de abusos sexuales perpetrados a menores por parte de sacerdotes. Leyendo las informaciones parece incluso que se trate de un “scoop” gigantesco, y que ahora –gracias a estas geniales revelaciones- esté emergiendo un sotobosque podrido en el seno de la Iglesia católica.

Ciertamente, en Austria, en Alemania y en Irlanda, como en casi todos los países en los que hay una presencia consistente de escuelas y organizaciones educativas eclesiásticas, ha habido fenómenos criminales graves de violaciones de la dignidad de la infancia. El hecho es conocido. Y no es casualidad que en el Vía Crucis de 2005, el entonces cardenal Joseph Ratzinger no usara medias palabras cuando revelaba con disgusto: «!Cuánta suciedad hay en la Iglesia! Incluso entre quienes, en el sacerdocio, deberían pertenecer completamente a Jesús. ¡Cuánta soberbia! ¡Cuánta autosuficiencia!». Quizá lo hemos olvidado. Por tanto, se puede sin temor a un desmentido revelar que el problema existe en la Iglesia, es conocido por la Iglesia, y ha sido y será más adelante afrontado con decisión por parte de la misma Iglesia en el futuro.

Con todo, vamos a intentar reflexionar por un momento sobre la manifestación de la pedofilia en sí misma. Desde mi experiencia como médico puedo evidenciar algunos datos importantes, útiles para entender la gravedad y la difusión del problema.

Las estadísticas más acreditadas son elocuentes. Certifican que 1 chica de cada 3 ha sufrido abusos sexuales, y que 1 chico de cada 5 ha sido objeto de actos de violencia. El hecho verdaderamente inquietante, divulgado no sólo en las publicaciones científicas sino incluso en la CNN, nos dice que el porcentaje de quienes –según una muestra representativa de la población- han molestado sexualmente a un niño se mueve entre el 1 y el 5%. Es decir, una cifra impresionante.

Los actos de pedofilia han sido llevados a cabo por parte de los padres o de parientes cercanos. Hermanos, hermanas, madres, “canguros” o tíos, son los abusadores más comunes de los niños. Según el departamento de Justicia estadounidense casi todos los pedófilos acusados por la policía eran varones en un 90% de los casos. Según Diana Russell, el 90% de los abusos sexuales se lleva a cabo por personas que tienen conocimiento directo de las pequeñas víctimas, y permanecen dentro de la complicidad familiar.

Un aspecto destacado, por desgracia, es que en el 60% de los casos de violencia, quienes la sufren tienen menos de 12 años, y en la inmensa mayoría de los casos los abusadores son personas de sexo masculino y con parentesco de sangre con las víctimas.

Estas estadísticas muestran, por tanto, un cuadro claro y más bien amplio de la práctica de la violencia sobre la infancia. Teniendo en cuenta que estos datos se refieren únicamente a los hechos denunciados, patentes o de todos modos conocidos, podemos fácilmente imaginar la magnitud del dramatismo que se esconde tras esta realidad, aún más difundida en países que por razones culturales no consideran nítidamente que esta violencia sea una obscenidad aberrante.

Con esto, dirigir la atención exclusivamente sobre quienes de modo evidente pueden inscribirse en la categoría general de abusadores sexuales, siendo sin embargo sacerdotes, puede ser verdaderamente una desviación del asunto. En este caso, en efecto, el porcentaje desciende hasta convertirse en un fenómeno estadísticamente mínimo.

Cierto que nada podrá apartar los sentimientos y la vergüenza que se siente ante estas revelaciones recientes referidas a la Iglesia, incluso aunque se refieran a hechos sucedidos hace decenios y probablemente cubiertos con gravísimas formas de complicidad. Podemos estar seguros, partiendo de la carta pastoral a Irlanda, de la semana pasada, de que Benedicto XVI tomará todas las medidas que serán necesarias para expeler a los culpables y juzgarlos sobre los crímenes reales cometidos por las personas implicadas.

¿Por qué no debería hacerlo? ¿Qué utilidad tendría eso?

De todos modos, evitemos caer en la trampa de la hipocresía, sobre todo al estilo de la puesta recientemente en escena por el New York Times al referir el caso del reverendo Murphy. Porque ahí, la autora del artículo no valora, ni saca consecuencias, ni señala con relieve adecuado, el hecho de que la policía –que había recibido denuncias al respecto- lo había dejado libre como inocente.

¿Hay algún Estado que ha hecho una investigación en profundidad sobre este tremendo fenómeno, tomando medidas claras y explícitas –incluso preventivas- contra los abusos de pedofilia que hay entre los propios ciudadanos, en las familias, o en las instituciones educativas públicas? ¿Qué otra confesión religiosa se ha movido para desemboscar, denunciar y asumir públicamente el problema, sacándolo a la luz y persiguiéndolo explícitamente?

Evitemos, sobre todo, la insinceridad: la de concentrarnos sobre el limitado número de casos de pedofilia verificados en la Iglesia católica, sin abrir en cambio los ojos ante el drama de la infancia violada y abusada demasiado a menudo y por todas partes, pero sin escándalos.

Si deseamos combatir los delitos sexuales sobre los menores, al menos en nuestras sociedades democráticas, entonces debemos evitar ensuciarnos la conciencia, mirando exclusivamente hacia donde el fenómeno se produce con gravedad moral quizá incluso mayor, pero en medida ciertamente menor.

Antes de poder juzgar a quien hace algo, se debería tener los redaños y la honestidad de reconocer que no se está haciendo lo suficiente. Y procurar hacer algo semejante a lo que está haciendo el Papa. Si no es así, sería mejor dejar de hablar de pedofilia y comenzar a discutir acerca de la fobia furibunda desencadenada contra la Iglesia católica. Esta última acción, en efecto, parece hecha con gran habilidad y con escrúpulo meticuloso en la investigación, y –sin embargo- con evidente mala fe.

lunes, 5 de abril de 2010

Neocatólicos en USA

AVALANCHA DE NEOCATÓLICOS EN EEUU
Un hombre que «murió» cinco veces recibió el bautismo la noche de Pascua
Esta Pascua, miles de personas se disponen a convertirse en católicos, incluyendo a un hombre que casi pierde su vida en cinco ocasiones. La Conferencia Episcopal de Estados Unidos dió a conocer la historia de Jeremy Feldbusch, de 30 años, de Blairsville, Pensilvania, que está entre los miles de personas que han entrado esta noche en la Iglesia durante la Vigilia Pascual.

Actualizado 4 abril 2010. Nieves San Martín/Zenit.


Feldbusch estaba en las fuerzas armadas en Irak, y el 3 de abril de 2003 fue herido a causa de la metralla del conflicto, lo que le produjo ceguera en ambos ojos y traumatismos cerebrales.

Se esperaba que muriera poco después o que, si vivía, tendría un gran daño cerebral. Los doctores le provocaron un coma y le aplicaron un respirador durante seis semanas para reducir la inflamación del cerebro.

Los profesionales médicos intentaron retirar el respirador cinco veces, pero en cada intento Feldbusch «moría» y tenía que ser reanimado. En el sexto intento, finalmente recobró la consciencia. El paciente, que había sido bautizado como metodista, preguntó a su padre: «¿Por qué Dios me ha quitado la vista?». Su padre respondió con otra pregunta diferente: «¿Por qué Dios te conservó la vida?»

La Conferencia Episcopal informó que, a través del proceso de rehabilitación, Feldbusch «empezó a pensar que las cosas suceden por una razón y resolvió gastar su vida en ayudar a otros miembros del servicio heridos». Decidió entrar en la Iglesia católica y fue recibido en la misma el sábado, en el séptimo aniversario de la lesión que le cambió la vida en Irak.

Avalancha de bautizos
El informe indica que miles de personas más se unirán a Feldbusch, con especialmente altas cifras de nuevos católicos previstas en las regiones Sur y Sudeste de Estados Unidos. La diócesis de Dallas, Texas, se preparó a recibir a tres mil nuevos católicos. De ellos, 700 son catecúmenos (nunca bautizados antes) y 2.300 son candidatos (ya bautizados válidamente en la fe cristiana, pero que buscan la plena comunión con la Iglesia).

También en Texas, la archidiócesis de San Antonio informa de que 1.112 personas entraron en la Iglesia. Un buen número de ellos son jóvenes, que ya han alcanzado edad suficiente, incluyendo a 214 niños catecúmenos y 124 niños candidatos.

La diócesis de Forth Worth, en el mismo estado, dió la bienvenida a en torno al mismo número de nuevos católicos. La archidiócesis de Atlanta se prepara a acoger a 1.800 nuevos miembros de la Iglesia, que es el mayor número que se recuerda en esta región, informa el dossier de prensa.

En la Costa Oeste, la archidiócesis de Los Ángeles, que es la mayor diócesis de todo el país, recibió a 2.400 nuevos miembros. En Seattle, 682 personas fueron bautizadas y 479 fueron recibidas en la plena comunión. La archidiócesis de Portland, Oregón, dió la bienvenida a 842 nuevos católicos.

Otras diócesis que esperan en torno a mil nuevos miembros son: Detroit, Michigan (1.225); Cincinnati, Ohio (1.049); Denver, C olorado (1.102); Arlington, Virginia (1.100); Washington, D.C. (1.150).

En la archidiócesis de Washington, 18 de quienes se disponen a entrar en la Iglesia son estudiantes de St. Augustine School, la más antigua escuela afroamericana de la capital.

El comunicado de prensa señala que la Iglesia católica, que es la denominación cristiana más numerosa en Estados Unidos, con cerca de 68 millones de fieles, experimentó un incremento del 1,5% del número de miembros el año pasado.

domingo, 4 de abril de 2010

Feliz Pascua, feliz resurrección.

Era de noche y el mundo se encontraba en sombras. Mientras las estrellas giran vertiginosamente alrededor, en lo alto de un monte, en medio de la oscuridad tachonada de incontables destellos como de diamante, un niño mira hacia arriba sobrecogido. ¡Es tanta la inmensidad de ese cielo inabarcable! Le parece sentir un pálpito de eternidad contenida, cómo si Alguien lo observara, benevolente, desde un infinito que no acaba de aprehender. Un estremecimiento recorre su cuerpo, por un instante, siente la transcendencia y el corazón le golpea, gozoso, en el pecho. La respiración se entrecorta... Por un sólo momento todo está claro, todo tiene sentido. Ahí está, ¿cómo pueden no verlo, no sentirlo?
"...de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y entrando no encontraron el cuerpo del Señor Jesús" (Lc 24, 1-3)
Tal vez ellas, por un instante percibieron lo mismo, el mismo estremecimiento, el mismo pálpito de lo eterno, la sensación de que todo estaba claro. Tal vez.
Feliz Pascua, feliz resurrección.